15 noviembre 2007

La divina tragedia (Ensayo de análisis comparativo entre Subterra y Mano de obra)


Daniel Díaz Ramírez
Si en un acto imaginativo se pudiera juntar a Diamela Eltit con Baldomero Lillo, tal vez el resultado sería similar a una casa o edificio. Sí, porque tanto Subterra como Mano de obra, obras sublimes de Lillo y Eltit respectivamente (aunque la de Eltit, en realidad, no es tan sublime), sirven para construir un nuevo mundo, un espacio arquitectónico, un templo sagrado, destinado al sacrificio. Un espacio al que acuden las almas docilizadas dispuestas al sacrificio eterno, a la libación de sus propios cuerpos. Al ofrecimiento de sudor, sangre y carne en pos de un mejor templo, un mejor espacio de sacrilegio, de mortandad y de artificio. Sí, un ofrecimiento amnésico a la muerte.
Por ejemplo, haciendo un esfuerzo imaginativo, querido lector, el orden de este templo sería algo similar a un edificio de tres niveles. En el subsuelo o subterráneo está la mina, en el primer piso, el supermercado y sobre éste, en el segundo piso, está el cielo, tal como lo grafica el siguiente dibujo:



Las razones de este orden son muchas y antojadizas. En un ataque quimérico e idealista fui a la tumba de Aristóteles y lo obligué a que me prestara algunas nociones de su Ética a Nicómaco, pero no me conformé con eso, pues luego tomé un avión a Italia y robé un original de La divina comedia, para plagiar sucintamente la estructura de este mundo tripartito al que, según el florentino, llegan las almas. Junté ambas nociones y el resultado está a la vista, salvo que de manera sacralizada.

Para una mejor comprensión y evitar juicios apresurados sobre el objetivo de este ensayo, es preciso comenzar a describir detalladamente este nuevo templo de sacrilegio y amnesia, y así ayudarte, querido lector, en tu acto imaginativo.
En primer lugar, es preciso indagar en la mina, primer nivel del edificio:

Es el infierno, a saber, el subsuelo de Subterra tal como se describe en el comienzo de “La compuerta número 12”:
(Pablo) Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. (14)

Se puede apreciar claramente que los trabajadores de la mina deben descender a las profundidades de la tierra en una especie de ascensor. Sus almas deben permanecer desprovistas de temor observando solo negras sombras que los acogen como en su hogar. Pero Pablo siente miedo, me argumentarás indignado desde tu cómodo lugar de lectura. Sí, claro que siente temor, pero es un miedo de iniciación en el rito diario del descenso al que deberá acostumbrarse de aquí en adelante. Al pasar los días lo perderá, pues el espacio, el desgaste, se apoderará de su cuerpo hasta dejarlo vacío, en estado totalmente vegetativo. “La cabeza le pesaba como plomo sobre los hombres y en su cerebro vacío no había una idea, ni un solo pensamiento” (53), relata Baldomero Lillo en “El pago” refiriéndose a Pedro María, y es así, precisamente, como terminará Pablo. Los mineros, por lo tanto, quedan tan desprovistos de energía que terminan realizando solo acciones sin uso de logos, mecánicas, como un engranaje más de una gran máquina que debe funcionar sí o sí. A todos ellos solo el látigo del hambre los mueve ante atisbos de conciencia, y solo así reanudan “taciturnos la tarea agobiadora” (17).

La mina es una maquina que tritura al minero y ocupa su sangre, sudor y carne como materiales de construcción del templo supremo en que habitan los mandos altos y la figura del dios ausente y despreocupado de su creación, tal cual se relata en “El pago”, cuando Pedro María sueña con los esqueletos que, con sus garfios, arañan los templos de oro y que al derrumbarse, éstos se transforman en carne, sangre y sudor.

Los mineros en el subsuelo comparten las mismas características de un animal, por ejemplo: “Pedro María, con las piernas encogidas, acostado sobre el lado derecho, trazaba a golpes de piqueta un corte de la parte baja de la vena” (43), y el viejo, padre de Pablo:

En balde desde el amanecer hasta la noche, durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra. (16)

Actúan vegetativamente, solo por instinto. No hay cabida para la reflexión en este espacio oscuro. No hay momento para pensar, razonar, porque eso no produce, quita tiempo para cumplir con los cinco cajones diarios mínimos que cada uno de ellos tiene que cargar por obligación. Pues de lo contrario son cambiados por otra pieza, tal como se lo recuerda el capataz al viejo: “No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.” (16). Por otra parte, aunque el viejo tiene recuerdos familiares al momento de escuchar los gritos de su iniciado hijo en la mina, evita esos pensamientos y corre furioso a golpear las vetas de carbón para cumplir con su obligación: “Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la veta” (21). Esto indica que, de todas formas, el minero llega a tener conciencia de las cosas, pero son atisbos de razón solamente, ya que termina siempre ganando el impulso instintivo del hambre, están todos en un grado extremo de docilidad.

Por el contrario, y en segundo lugar, por sobre la mina y a nivel del mar está el supermercado:

Es análogo al purgatorio de Dante, el artificio inerte pero vivo de Mano de obra, el lugar donde lo muerto adquiere vida aparente, los trabajadores tienen cierto grado de conciencia, adquieren mayor protagonismo, pero el temor al despido y el hambre termina siendo el látigo que los dociliza con un grado mayor de conciencia que los mineros (pero un lector atento como tú puede argumentar que al estar concientes de su condición errante resultan ser, en muchos casos, más dóciles e inconcientes que los mineros. Es cierto, pero no es materia de este ensayo, de ser así derrumbo mi obra arquitectónica levantada con tanto esfuerzo).

En la primera parte, por ejemplo, el funcionario, al narrar los sucesos del súper, está demostrando conciencia, pero es una conciencia de saber que no puede salir de ahí, y eso lo hace sufrir tal como lo menciona al comienzo de la narración: “Esto pienso: “Es posible que no merezca que los clientes me traten tan mal”. Pero no lo pienso enteramente. En realidad no. No enteramente” (23). Además, la diferencia con los mineros es que tiene conciencia de que él, al igual que todo trabajador del súper, es una pieza más de la máquina. Es prácticamente una aceptación, una entrega conciente. Ya que, si bien en la mina el iniciado sabe lo tenebroso que es bajar al subsuelo, luego de un tiempo, lectorcillo atento, el espacio lo vuelve amnésico y vacío. En cambio, en el súper el trabajador admite que: “Circulo y me desplazo como una correcta pieza de servicio. ¿Quién soy?, me pregunto de manera necia. Y me respondo: “una correcta y necesaria pieza de servicio” (73). Y ese estar conciente es parte de la razón, que sabe de su situación y la acepta y se entrega. Pero su cuerpo es el que se entrega, pues su razón le indica que está siendo utilizado. Pero todo esto no se limita solamente a los trabajadores, sino que también a los clientes que corren tras las ofertas ciegamente aunque sean desechos, pues el espacio los engaña y los dociliza una vez insertos en él. De hecho, el narrador de la segunda parte comenta que estas ofertas son:

Una oportunidad que daba cuenta de una generosidad sin límites de “estos culiados mentirosos que rebajan las mierdas que están de más y el montón de conchas de su madre se precipita a comprar las cagadas que les meten y se van felices los imbéciles, sin darse cuenta que estos maricones se los están pichuleando hasta las orejas. (164)

El supermercado logra esto gracias a las pirotecnias que utiliza para engañar a los clientes, tal como la luz que entrega colores más vivos a los alimentos. De hecho: “la naturaleza del súper es el magistral escenario que auspicia la mordida” (72).

Sin embargo, aunque hay diferencias entre el nivel subterráneo de la mina (espacio lúgubre y de sombras) y el súper (espacio luminoso, con olores y colores que entregan un aspecto vivo a los alimentos, aún cuando todo es un artificio), existe en la clase trabajadora unas cuantas semejanzas. Al igual que los mineros, los funcionarios del súper muchas veces se asemejan a animales que se arrastran para lograr hacer bien su trabajo: “Ahora mismo, en medio de una escena torpe y agresiva, me encuentro muy cerca de las mercaderías, encuclillado. Permanezco agazapado como si actuara la reencarnación de un sapo” (49), pero la diferencia es que en el súper hay espacio, y son las determinadas circunstancias las que colocan a veces a sus trabajadores en aquellos problemas, en cambio, en la mina, aunque el subsuelo es muy amplio, está compuesto de pasillos angostos y bajos que obligan al minero a permanecer constantemente en posiciones incómodas de trabajo.

La otra semejanza, paciente lector, es la degradación, o el envejecimiento prematuro que la rutina y la sobrecarga provocan en el trabajador del súper. Él mismo exclama: “Me estoy viniendo abajo. Siempre cayendo… hacia un estado más que degradado.” (51). Isabel, por otra parte, también es un ejemplo de esta degradación paulatina; sus mismos compañeros comentan que: “Y también necesitábamos con urgencia impostergable que se levantara más temprano, que sonriera, que caminara como la gente, que se lavara el culo” (132), pues la degradación la hace estar en un estado de descuido paulatino que la esta llevando a la inutilidad de su cuerpo. Pero el súper no contempla ninguna ayuda, pues si alguien no funciona se cambia. El rango es el que importa, no la persona, por eso constantemente hay filas de piezas que desean reemplazar a los viejos (aunque no lo fueran). “Ese exacto día en que sacaron a todas las cajeras, a un equipo así completo de empaquetadores…” (150), menciona el narrador con respecto a los constantes despidos de los que los protagonistas siempre se salvan. Pero no son imprescindibles, pues finalmente son todos despedidos, menos Enrique, que sube de nivel, sube al segundo piso del edificio junto a dios, a los dueños del súper y la mina y a los capataces de la mina.

En consecuencia, amigo lector, lectorcillo desconfiado, es hora de describir el segundo nivel del templo, el cielo:

Es la contemplación, es el lugar de los supervisores, mandos altos que habitan con dios, el dios opresor que se apodera de los cuerpos para succionarlos y secarlos hasta desecharlos y renovarlos. La situación de Isabel, del narrador de la primera parte de Mano de obra, y de los mineros en general, encarna esta situación. Está claro que es posible acceder a él, el caso de Enrique es ejemplo claro de esta situación. El narrador relata lo siguiente:

Enrique siempre estuvo volcado a sí mismo y que su deleznable campaña estaba llegando a su fin. Insistía (Gabriel, empaquetador) en que los ojos de Enrique observaban de otra manera las mercaderías (de una manera impropia, ilegítima), que su vista se elevaba de manera significativa hacia las oficinas y que, en el impulso de esa mirada ascendente, nosotros ya no le competíamos. (174)

Está claro que Enrique no estaba docilizado, pues todas sus acciones eran distintas a los demás, eran más contemplativas, al igual que las cámaras, de hecho, su voz tuvo siempre autoridad en las decisiones del grupo con el que vivió hasta su ascenso. Estuvo siempre a la altura de las cámaras, como un enviado celestial a la superficie, al igual que los supervisores oficiales y los capataces mineros. Ellos, aunque permanecen en la superficie del subterráneo o del primer nivel, no dejan de ser celestiales, pues son los opresores, son los ojos del dios que se apodera de los cuerpos dóciles tal como lo expresa el trabajador de la primera parte de la obra de Eltit: “Este Dios envuelto en una sofisticada y, a la vez, populista nomenclatura sintética, se monta encima de mis lentes (infrarrojos). Puedo asegurar que se empecinado en conducirme de manera violenta… hasta su paraíso.” (61). El dios del cielo se alimenta y alimenta sus ambiciones con los cuerpos dóciles, con sus autosacrificios, con la razón cegada, con las libaciones impulsadas por el hambre de los obreros. El dios del cielo está encarnado en los pagadores de la mina que no son increpados jamás por los mineros ante sus informes, en los capataces que ordenan trabajar y que nadie es capaz de contradecir. Está en las cámaras, en las luces del súper, en la luz del casco del capataz de “La compuerta número 12” y en general, en todos los altos mandos que con solo gestos mandan.

Sin embargo, como puedes ya percibir, amigo e inteligente lector, si hay un espacio arquitectónico hermético, tiene que haber una salida, un espacio de respiro, donde la conciencia pueda estar libre de la ceguera, de la docilidad. Tiene que haber un afuera en donde la razón pueda hablar. De hecho, sí lo hay, de lo contrario el templo no tendría sustento como espacio, construcción solida-material. Por lo tanto, es preciso decir que en este afuera se puede razonar y pensar en las injusticias del templo, tal como lo demuestran los trabajadores del súper, una vez despedidos, y las mujeres y madres de los mineros, que son las únicas capaces de percibir concientemente las injusticias y reclamar.

Por lo tanto, son los grados de conciencia los que permiten estar o en el súper o en la mina o en el cielo junto a dios, de lo contrario solo queda la libertad, a saber, el afuera y éste es el verdadero poder de revolución, pues en el súper y la mina es imposible organizarse, ya que el disciplinamiento inhibe todas esas posibilidades, y si se piensan se diluyen, pues no alcanzan a consumarse, pues la libertad de razón está coartada.

En consecuencia, aunque el súper y la mina sean espacios distintos, comparten la cualidad de ser los lugares de explotación y apoderamiento de los cuerpos, aunque con grados distintos de docilidad, en los que se obtiene el material necesario para mantener al cielo. Entonces, los tres espacios son parte de uno solo en el que hay diversos grados de conciencia. Es una sola construcción arquitectónica dividida en tres niveles o habitaciones atrapadas por las murallas docilizantes. Es por ello, querido y paciente lector, que la única manera de terminar con la explotación es romper desde fuera la edificación. Las familias de los mineros y los despedidos del super son los únicos aptos para la revolución. Y la única manera de hacer revolución para la liberación definitiva de los cuerpos dóciles es la destrucción del templo. El rasguñar desde fuera las paredes, ya que sólo así los: “templos de la fortuna y del placer” (65) se derrumbarían, devolviendo a los hombres dóciles (quienes daban vida a la construcción, a las murallas del templo) “a sus osamentas convertidos en jirones de carne palpitante” (65), carne viviente y pensante, tal cual concluye “El pago” con el idealismo inconciente de Pedro María.




Bibliografía:
Eltit, Diamela. Mano de obra. Santiago de Chile: Seix Barral Biblioteca Breve, 2002.
Lillo, Baldomero. Subterra. Santiago de Chile: Zigzag, 2000.


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