20 abril 2008

Potencia y Acto


Pedro Paredes

Tomás veía mucho porno. Había recorrido desde la clásica Garganta Profunda, hasta el hard core porn de la Internet: chicas siendo meadas y cagadas en la cara, o sorbeteando el semen de cuatro tipos en un vaso con bombilla. Se consideraba un tipo abierto: negras, blancas, orientales, adolescentes, cuarentonas, todas pasaban sin problema por su retina atenta y caliente. Tal vez ese había sido el problema, la calentura mal canalizada, porque cuando intentó penetrar a Camila y falló por cuarta vez consecutiva, era innegable que algo andaba mal. La primera vez había sido después de una fiesta, con marihuana en el cuerpo, por lo que achacaron el problema al alcohol y al pito. La segunda ella había llegado de colegiala a su casa y él se había masturbado dos horas antes, disculpa, no sabía que ibas a venir, le dijo él, me tienes que avisar.


Al comienzo lograba una erección sustantiva, pero a los diez minutos decaía para no levantarse más. Se ponía el condón y su pene se encogía como en agua fría. Es como si lo ahorcaran, le había dicho a Camila.

Ella no sabía qué esperar. Habían pasado un mes y medio sin sexo. Se consideraba una persona muy sexual y, hasta cierta medida, por eso le había gustado tanto estar con él al principio. Pensó que tal vez su energía sexual se había gastado. Lo consultó con algunas amigas de universidad pero no encontró compañeras de frustación sexual, sólo el típico “no puedo pararlo porque estoy borracho” que les sucedía de vez en cuando, pero durante un mes y medio, ni hablar. Entonces comenzó a masturbarse. Nunca antes lo había hecho. Antes de que Tomás llegara, ella no se fijaba mucho en la parte inferior de su cuerpo, por lo mismo, lo consideraba perfecto, porque no había tenido otra pareja. Lo único reprobable de Tomás era su aliento, que era eficientemente aplacado con las pastillas de menta que siempre tenía en los bolsillos.

Camila comenzó a ir a los sex shops. Al comienzo usaba gafas, pañuelos o bufandas que pudieran esconder parcialmente su identidad, pero cuando le ofrecieron una tarjeta de descuento para los amigos de Sex Shop Placer Infinito, olvidó su pudor. Eso sí, seguía escondiendo sus objetos entre la ropa de invierno del clóset, o en ese cajón con llave donde guardaba su dinero. Acostumbrada a las sensibles caricias de Tomás, a excitarse con su cuerpo, sus nalgas y su aliento, le costó trabajo encontrar un sustituto. Probó con bolitas, consoladores de múltiples tamaños y también con algunas películas. Pero ver falos extraños en vaginas extrañas no le producía placer. Lo que sí la reanimó fue un pene azul de plástico con pronunciadas protuberancias en los costados que le conferían un ancho un tanto grosero, y que le había costado veinticinco mil pesos.

Tomás lo había reflexionado bastante. Debía ser cuidadoso. Comenzó a frecuentar sex shops a escondidas de Camila y adquirió artefactos de cuya funcionalidad no estaba muy seguro. Bombas de vacío se llamaban. Ninguna de ellas dio resultado. La mayoría lo lastimaban, ahí estaba él: sosteniendo con las dos manos la bomba y mirando su pene siendo estirado, como en una de esas torturas medievales. Después de sacársela estaba flácido e inerte, como muerto. Su impresión fue terrible cuando, al cabo de intentar utilizar unas tres veces el aparato que le había costado treinta mil pesos, se dio cuenta de que no estaba hecho para el propósito que el requería. Si solo hubiera preguntado en el local no hubiera tenido que pasar por ese martirio.

Las últimas veces que se habían visto Tomás la había sentido lejana, como si en verdad no le importara que él la penetrara. Él se mantenía concentradísimo pero ella se sacaba los pantalones de mala gana y ni siquiera lo masturbaba. Una vez que habían salido a bailar con amigos, Camila había compartido la pista durante treinta minutos con un tipo mayor que había conocido esa misma noche. Tomás se había quedado sentado en la barra con un par de amigos viéndola sonreír y calentarse. Pensó que el viejo debía tener una erección tremenda mientras se movían rápidamente, rozando ocasionalmente sus cuerpos. Cinco minutos después Tomás estaba sobre él, en el suelo de la disco, golpeándolo. “¿Para qué hiciste eso?”, le había dicho Camila al llegar a la casa. “No puedes ni metérmelo”, había concluido. Esa noche Tomás durmió en cucharita con Camila, pero el tipo de cucharita que hacen una madre y un hijo, distinta a esa posición caliente e insinuante de los amantes. Sintió cómo su virilidad se iba a la mierda y se dio cuenta de que no había hecho lo suficiente. Pensó que debía hacer algo drástico. Nuevamente se arrepintió de haber visto tanto porno, enfrentando la penosa realidad de que tal vez se había vuelto sensible sólo a las tetas y a los gemidos virtuales; de que se había mal criado sexualmente.

Camila lo quería. Sabía que lo quería, pero sin el sexo no era lo mismo. Pensaba que el discurso de que el sexo es secundario pertenecía a una lógica del falso sentido común. Uno sólo podía decir que una cosa era secundaria si estaba satisfecho con respecto a ella. Por eso la gente decía que el sexo no importaba tanto, porque tenían buen sexo. De esta manera eran políticamente correctos y decían que el amor era más importante, porque a las finales, para una pareja normal era más fácil alimentar el sexo que el amor. Pero a Tomás y a ella les faltaba el sexo, y eso era lo peor.

Tomás buscó libros sobre sexo en la biblioteca de la universidad, pero no encontró nada. Discretamente comenzó a preguntar a sus cercanos acerca del tema, hasta que un amigo la prestó un volumen titulado “El Punto G y otros descubrimientos sobre Sexualidad”. Se convirtió en su Biblia. Lo leía en la micro, en los recreos y luego en la noche. Así descubrió las zonas erógenas y el famosos “punto g”, y aprendió que la mujer puede ser mucho más elevada sexualmente que un hombre por su sensibilidad y por el orgasmo múltiple. Se sintió un poco incómodo por las limitaciones de su género, por descubrir que el punto g del hombre estaba al comienzo de la próstata, y por encontrarse un poco homosexual al meterse el pulgar derecho en el ano y presionar su próstata, comprobando así, que con ese sólo movimiento su pene babeaba feliz. Pero el tiempo seguía pasando y debía hacer algo con la erección. Comenzó a practicar un músculo que se supone era el encargado de darle la fuerza a la erección. La posición que más le acomodaba era sentado. El ejercicio consistía en hacer el mismo tipo de fuerza que cuando uno quiere retener la orina o la caca. Una de las pruebas que aparecían en el libro para saber si el músculo estaba en forma era ponerse una toalla sobre el glande y ver si la podía sostener. Después de una semana fue al baño y tomó la toalla de mano. Sin problema. Luego hizo la prueba con la toalla de pelo de su mamá. Su pene bajó un poco la cabeza, como cuando un alumno es reprendido por su profesor. Por último tomó una toalla de cuerpo entero y, al apoyarla sobre su glande, este se vio forzado a bajar bruscamente. La toalla cayó al piso y la erección de Tomás se devolvió, rebotando contra su panza.

A dos semanas de haber comenzado sus ejercicios, se encontraron en un café. Ella se veía bien, como si nada sucediese. Tomás estaba compungido, se sentaba encorvado y en sus gestos se notaba la evasión. Al poco rato ella fue al baño. Su cartera estaba en la mesa y Tomás, alarmado por la felicidad repentina de su pareja, hurgueteó en el bolso. Encontró la tarjeta del Sex Shop Placer Infinito, y recordó las bombas de vacío y las películas. Luego se quedó en blanco, tarjeta en mano, esperando a Camila. Cuando llegó le pidió explicaciones. Ella, sonrojada, se quedó muda. Tomás se levantó de la mesa rápidamente y la llamó perra, sintiéndose parte de una teleserie venezolana.

Al día siguiente ella fue a su casa. Se vistió con tacos y minifalda y salió a la calle pensando que si no podía hacerlo esta vez, se terminaba. Cuando llegó a su casa, a Tomás se le cayó la cara. Ella lo comenzó a insultar y a decirle que qué se creía, que tenía todo el derecho y que agradeciera que no se estaba metiendo con otro tipo. Tomás escuchó en silencio y le dijo que estaba bueno, que se la iba a meter ahora mismo y vas a quedar loca hueona, no sabes de qué estás hablando. Se metió una de sus pastillas a la boca y la tomó por la cintura y con fuerza –tal vez más de la necesaria- la estrechó contra la pared. Sus dedos subieron, tocando desde la rodilla hasta el pubis, mientras le lengüeteaba la oreja y se adhería como una araña a ella. Gimieron, se chuparon como candys y terminaron sudados enteros.

Cuando acabaron se tendieron en la cama y Camila le dijo que menos mal que estaba de vuelta. Tomás sonrió y la estrechó contra sí, mezclándose nuevamente sus fluidos.

Pensó en todo el esfuerzo realizado; pensó en lo fácil que había sido ir a la farmacia.


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