24 agosto 2007

El Quijote iracundo


Pablo Concha Ferreccio
Con Respeto

Hablar de Armando Uribe no se presenta nunca como una tarea fácil. Esto por varias razones: una de ellas es que su poesía exige especial atención, leerse no tres o cuatro veces, sino cinco; su lectura debe ser siempre concentrada. Otra razón es cierta inseguridad que produce escribir sobre él, dado que hay textos que uno no termina de abarcar, que se fugan en algún punto y que te hacen preguntarte si has leído lo suficiente. Uribe posee una obra vasta, por lo que hay mucho que decir sorbe él. Esto obliga a elegir, a siempre dejar algo afuera para así abordar otro tema con más ahínco, cosa que no deja de hacer el referirse a este autor, una buena oportunidad.

De aspecto más bien tétrico, orejas largas, eterno luto y un cigarro siempre en la mano, este circunspecto vampiro escarba los papeles de su escritorio durante doce horas diarias, buscando tinta de la que fortalecerse. Enemigo empedernido de las máquinas, sigue escribiendo a mano o dictando: “¡Internet, por ningún motivo!”.
Académico, ensayista, traductor y versificador, con 74 años de edad se encuentra en su etapa más fructífera. De 1999 al 2006 ha publicado catorce libros, entre ellos dos memorias: “Memorias para Cecilia” (2002) y “De memoria. By Heart. Par coeur” (2006), que se considera la segunda parte, haciendo un exhaustivo alcance a los últimos 16 años de vida de su vida. Dicha proliferación se explica porque el poeta ha estado enclaustrado en su casa desde 1998, rescatando textos viejos, corrigiendo y creando. Si bien espera a la muerte, la espera sentado a su escritorio y trabajando, en todo caso, “mientras que”:

“La mejor de las muertes es cualquiera
porque es mejor morir que estar vivo.
La muerte es pura aunque el muerto se pudra
Y los sobrevivientes, bajo olivos,
y los sobrevivientes junto a las hiedras.”



Un Caballero: el Odio y la Rabia

Uribe no es uno de esos autores que necesiten morirse para que se comience a discutir sobre su obra y, aunque recibió el año 2004 el Premio Nacional de Literatura, lo hizo más bien tarde, considerando su más que acumulado mérito. No vive como hippie, y tampoco tiene casa en la playa, no es alcohólico ni hedonista, ni se hace fama de mujeriego o calentón. A juzgar por lo dicho, más de alguno podría poner en duda su nacionalidad, y la verdad es que don Armando es la antítesis al prototipo actual de poeta chileno. No es un viejo choro, es un viejo a la antigua, y lo choro va por ese lado.

Uribe es uno de los escritores chilenos más polémico de la segunda mitad del siglo XX. Hasta hoy no escatima saliva ni tinta en criticar y denunciar a los que cree se roban el país –“no sólo el gobierno, sino también las transnacionales”–. “Carta abierta a Agustín Edwards” y “Las Brujas de Uniforme” son algunas de los obras en las que explota esta veta, y en los que se advierte la privilegiada posición en que se ha encontrado Uribe para captar ciertos pasajes oscuros de la historia de Chile.

Mención aparte merecen los ensayos “El Fantasma de la Sinrazón” y “El Secreto de la Poesía”; reflexiones sobre el origen de la poesía, que indagan en la violencia evidenciada a través de la historia de Chile, ligándola al inconsciente colectivo en una tentativa por explicar la sentencia del autor: “Chile, donde la violencia quiere ser legítima”. El escaneo psicológico de la poesía chilena que hace el poeta es más que interesante, entre otras cosas, porque se puede aplicar a él mismo: “Una visión violenta, desesperada y melancólica, una exaltación del duelo y el luto”. De esta visión nos faltarían la rabia y el odio propios de Uribe, sustantivos por los que se le acusa de malas pulgas o mañoso.

El odio y la rabia vertidos en los temas ideológicos –y sobre todo morales–recorren toda su poesía y son algunas de las cualidades que hacen al autor pertenecer a una generación antigua que exalta la moral, el patriotismo, la religión y la piedad, características que ciertamente se reflejan en su poesía. Pareciera que a esto se refiere el autor cuando dice que ya a los 20 años su mayor deseo era ser un caballero. Esta extraña mezcla de rabia –siempre fundamentada– con la religiosidad más pura y exaltada, hacen de Uribe un personaje raro. Él mismo lo explica: “Pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad”, de Gramsci. Yo me coloco con esa frase.” Estas sentencias nos pueden dar algún mapa mental por el que rastrear más aún las huellas semánticas de su poesía.

A este respecto, otro caso clarificador es que siempre que don Armando responde a la pregunta de su encierro, añade que, además de la muerte de su esposa, Cecilia Echeverría, sigue un consejo que da Pascal que dice que la mayor parte de los problemas de los seres humanos no existirían si las personas se quedaran tranquilas en su propia pieza. De nuevo la manera erudita de afrontar los acontecimientos. Las referencialidad juega un importante papel en su poesía, en que mantiene intertexto tanto con los evangelios, pasando por Tácito y los latinos, hasta con Freud. Esta tópica delata la manera de pensar del hombre, y echa todavía más luz sobre este concepto de caballero que él representaría. Tal vez esto es lo más atractivo del poeta, el saber mezclar la sutileza con la ira, la pasión con la piedad para intentar llamar la atención sobre el mundo intelectual que, como ha referido tantas veces, siente que se cae a pedazos:


“Odio lo que odio rabio como rabio
desdén desdén desdén desdén desdén.
El rencor la amargura y el resabio.
El bien es malo y el mal es el bien.
Nacer vivir morir no me lo den.
Habla mi corazón alma sin labio
y por decir os digo amén amén.”


El joven Laurel

El nombre de Armando Uribe es leído con atención por primera vez –curiosamente, y a su pesar– en el diario El Mercurio. La historia es conocida, Roque Esteban Scarpa, quien dirigía la Academia Literaria del Sant George`s College, escribe en el diario el artículo “Poesía de Armando Uribe Arce”, en el cual elogiaba las “versaidas” del joven poeta. Según Uribe, esto lo obligó a escribir por el resto de su vida en concordancia con la Parábola de los Talentos. De esta lamentable manera, publica sus primeros libros de versos: “Transeúnte Pálido” (1954) y “El Engañoso Laúd” (1956), además de ser incluido en una antología de poesía: “El Joven Laurel” (1953).

En el prólogo de la edición de 1954 del primer libro mencionado, Scarpa incluye una afectuosa carta, en la cual se lee: “No siempre se nos concede la oportunidad de ver el nacimiento de un poeta, de un verdadero poeta, adolescente y seguro, dueño de un idioma y de una experiencia milagrosa y celeste. Vedle, imaginariamente, con su cara noble y temerosa que disfraza con su silencio pensativo, una viva sensibilidad, un interior de dulces tormentas. Tiene voz baja y seria. Su pensamiento brota desde dentro”. Esta cita ilustra de buena manera la esencia de su poesía. La atención que pone Scarpa en su persona no es, al parecer, azarosa. Esto porque leer la poesía de Uribe es escucharlo hablar, es sentir su voz mascullando las cenizas, vísceras y salmos que habitan sus letras. En último término, “Uribe es un autor que integra vida y poesía”, en términos de Zambra.

Al comparar sus primeros escritos con los de hoy en día, como “Odio lo que odio, rabio como rabio” (1998) o “Verso Bruto” (2002), encontramos el tema que parece ser el más importante en la obra de Uribe, junto con el amor: la muerte.


No voy a llamar a la muerte
Pero si llama le contesto
Dirá: ¿Se puede? Yo: adelante
(me pondré entremedio los guantes
contra el veneno triaca del asbesto).
La tutearé: ¡Qué gusto conocerte!


En estos versos se advierten también la ironía y el humor negro, ambas constantes que tiñen su trabajo.


Versos embrutecidos

En Uribe nada es dejado al azar. Desde sus inicios vemos que los versos no son libres, sino que, como se esperaría de un hombre tradicional, siguen una métrica definida. En su poesía reina el ingenio, el estilo epigramático, y reina también el encabalgamiento, el verso que se corta a pique para surgir en el renglón inferior. Esta dureza en la forma se ha ido forjando con los años, ya que en sus primeros trabajos no se da tanto como en los últimos, en los que llega hasta a quiebres de puntuación que hacen vacilar la recitación y aportan al embrutecimiento de la palabra (y del contenido): “Mundo de las mujeres ricas, hartas/ de su dinero, mundanas diestras para,/ altas en las rodillas y en los codos, hacer que se les/ haga/ brutalmente el amor; no se les paga…”.
En cuanto a temas, hay una continuidad en la figura de la muerte, que se va presentado con distintos matices a través de la obra de Uribe. De sus primeros escritos, “Oscura muerte”:


“Oscura muerte.
El pensamiento es un caballo
y el oscuro jinete se ha perdido.
¿Otra imagen? La muerte es un correo
y su carta me llega cada tarde.
El tiempo ya no quiere dilatarse
Hasta ver nuestra cara de perfil.”

Aparte de expresar la confusión y la soledad sobre la muerte, observamos la ironía en la pregunta, además del movimiento de la repetición de la muerte en la vida del hablante, mensaje que no lo deja tranquilo. Es bueno recordar que el autor habla, con mucho convencimiento, sobre la comprobación, que le acontece a diario, de la existencia de Dios. Tomando en cuenta dicha referencia –en una relación poco ortodoxa–, y oponiéndola a la experiencia diaria de la muerte, nos encontramos con la tensión entre la muerte y lo divino que se encuentra en el autor. Esto se ve intensificado por la transfiguración de la imagen de la muerte en cuanto representación. Si observamos estos versos de “Odio lo que Odio, rabio como rabio”, encontramos la muerte resemantizada: ya no es la angustiosa preocupación por su inminente llegada con el tiempo; la preocupación por saberse finito, sino el horror ante la comprobación, a nivel físico e intelectual, del paso del tiempo; la decadencia reinante, la muerte es realidad. La visión de la muerte, entonces, además de expresar angustia, a veces expresa también horror. La muerte no es lo más terrible, sino la decadencia:


“Llega la edad con sus achaques
y ya no tienes dientes con que masques
las uñas se te quiebran de raíz
cuando caminas arrastras los pies.
Y todo te molesta en tu país.
Es que la muerte es tu país ¿no ves?”

La decadencia nos lleva a otra característica que resalta de la “evolución” del poeta, y que ayuda a comprender estas relaciones: la plasticidad de sus imágenes. Es más que considerable la cantidad de poemas en donde la carne, el gusano o alguna imagen grotesca toma el lugar principal. La rabia demostrada en versos saturados e imágenes sórdidas se escapan bastante del modelo de caballero que elucubramos al comienzo. Lo chocante o grotesco es instrumento para expresar la decadencia, y se torna más interesante aún, cuando aparece ligado a la piedad, en una conjugación con aires de medioevo:


“Me he raspado, me he frotado los tobillos.
Los dedos de los pies se me han crispado.
Me rasguño la cara y el pecho.
Qué es lo que he hecho qué es lo que he hecho.”

Esta violencia en las imágenes se da también en los primeros trabajos del autor, pero con un tinte más lírico y menos descarnado. En “Transeúnte Pálido” hay más atención a la naturaleza, a los paisajes y los animales. En oposición a los últimos trabajos del autor, donde los animales referidos son, en su mayoría, ratas, gusanos e insectos.

La tensión planteada entre la decadencia y la divinidad parece ser salvada –o resuelta– sólo por la figura de la amada, en que se funden el amor y la divinidad:


“Muero de amor por una muerta
divinidad humanizada
por mí, que ahora yace yerta.
Me quiere no me quiere nada.
La quiero aunque sea esqueleto
con la carroña alrededor.
A sus pies seré roedor
puñado de cenizas feto."

La musicalidad del primer verso introduce al lamento, que se explica de inmediato en la muerte de la amada, símbolo del amor y la divinidad que, a su vez, se ve acrecentada con la imagen de los pies, –adoración cristiana a Jesús– frente a la cual el hablante no es digno. Aquí aparece el animal, un roedor pequeño e insignificante que se nutre del esqueleto. La nimiedad del sujeto es completada también en la última línea que, además, hace el guiño al origen, produciéndose la oposición vida/muerte.

El poema está teñido de pasión y no hay lugar aquí para el humor negro ni la ironía. La mayoría de las veces la amada es el objeto inmaculado, el objeto semi divino al que rinde culto Uribe, y del que se aferra y mira esperanzado como su paso a la mejor vida. Como un viejo Laurel, refugiado de la tempestad –postmoderna, si se quiere– en su casa; un paladín que torna la vista hacia esa extraña conjunción de divinidad e ira, amor y piedad, de mirar a la muerte a los ojos, para asestar golpes contra la decadencia e ignorancia que amenaza con llevárselo todo.


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