18 marzo 2008

Valparaíso, puerto de nostalgia: la agonía del grito callejero



Javiera Larraín G.


“No quiero vivir en una ciudad cuya única ventaja cultural es poder girar a la derecha con el semáforo en rojo”.
Woody Allen, en Annie Hall

“Estoy por un arte que se entremezcle con la mierda de todos los días y salga ganando. Estoy por un arte que te diga qué hora es o dónde está la calle tal. Estoy por un arte que ayude a las ancianitas a cruzar la calle”.
Claes Oldenburg, Entornos, situaciones, espacios



Los espacios urbanos se han configurado como uno de los ejes capitales de la novela moderna, desde Dostoievski hasta Bolaño, la problemática relación del hombre con la ciudad ha dado para llenar cientos de anaqueles en las bibliotecas. Cada nación, por supuesto, tiene una serie de ciudades insignes; Buenos Aires lo es de Argentina; San Petersburgo, de Rusia; Nueva York, de EE.UU., Santiago, de Chile; y también de este último por qué no, Valparaíso. Los puertos poseen un atractivo especial a los ojos de los visitantes, no siendo Valparaíso la excepción; lleno de historia y nostalgia, con una curiosidad urbanística y arquitectónica, esta ciudad portuaria se presenta como un referente obligado en la literatura, destacando dentro de la narrativa chilena; Salvador Reyes, autor que comienza a desarrollar nuevamente en el siglo XX una literatura marítima. Su novela Valparaíso, puerto de nostalgia no sólo se configura como una gran representante del género marítimo, sino que además devela uno de los aspectos más importantes dentro de la urbe; cómo el hombre se desenvuelve en las calles resquebrajadas de la modernidad. La novela narra la historia de cuatro hombres, que en honor a su amistad fundan el Club de los Fumadores de Pipa, lugar en donde pueden charlar, jugar a las cartas, beber, o simplemente fumar en silencio, bajo el ronroneo de las pipas, es precisamente allí, a partir de donde se articularán las distintas peripecias de sus personajes por el puerto.




Los personajes de Valparaíso…, al igual que el hombre moderno deben enfrentarse al mundo de la autopista, al espacio urbano desgarrado por las nuevas construcciones simétricas, llenas de geometría que los arquitectos modernistas proponen. Luego de la II Guerra Mundial, los preceptos de arquitectónicos de Le Corbusier –quien propugnaba que tenía que acabarse con la calle–, toman impulso, comenzando así una ola de reconstrucción y nuevo desarrollo, el dinero ahora se utilizaba para levantar parques industriales, ciudades dormitorios y fachadas de hormigón a diestra y siniestra. “Irónicamente, entonces, en el transcurso de una generación, la calle, que siempre había servido para expresar una modernidad dinámica y progresiva, vino a simbolizar algo sucio, desordenado, indolente, estancado, agotado, obsoleto: todo lo que, supuestamente, el dinamismo y el progreso de la modernidad dejaban atrás” (Berman, 333). Los bares, las esquinas de las prostitutas, las plazas con bancos llenos de borrachos, los cerros poco accesibles, el mar reflexivo; son parte de los espacios urbanos de la novela, los cuales son los mismos que con hacha en mano, la modernidad se ha dispuesto a cortar, ya no hay caminos de tierra y carretones, sino asfalto y automóviles. Los personajes deambulan por este nuevo Valparaíso, ajeno a ellos, con desdén miran esta nueva infraestructura del puerto, como lo hace Fernando Castro, el pintor:

¡Pero el plan! […] Playa Ancha es ahora un paseo asfaltado, con focos eléctricos y jardines peinaditos. En otro tiempo era maravillosa, con sus calcetas de pescadores, y el mar aparecía más libre y salvaje ¿Y la Avenida Errázuriz? Ahora es una cosa elegante. Yo la recuerdo atestada de carretas, de coches, de gentes apresuradas. Los trenes mezclaban sus humaredas al polvo que levantaban los cascos de los caballos. Verdad que uno salía de allí cubierto de tierra y de hollín, pero también lleno de vida, caliente y áspera […] El progreso municipal es la felicidad del animal urbano. Valparaíso es ahora una ciudad como cualquier otra. ¡Qué porquería! Yo me acuerdo del viejo puerto de Valparaíso, con sus muelles carcomidos y sus rincones maravillosos. ¿Ahora qué hay en cambio? Malecones simétricos donde uno se muere de aburrimiento (Reyes, 67-8).

La novela de Reyes tiene la capacidad de crearse a sí misma, sin dejar de reflejar perfectamente este antiguo mundo que se resquebraja para transformarse en la nueva arquitectura de las formas ordenadas y perspectivas pulcras. Los cuatro amigos anhelan el desorden y el caos de aquel Valparaíso que ahora se halla extraviado en el cemento, desorden que aún intenta sobrevivir en los faldones del cerro que grotescamente se avecinan sobre el nuevo e inmaculado Plan. Valparaíso sólo puede sobrevivir, como aquel puerto desorganizado por completo, en la noche, bajo el amparo de la luna y el mar vigilantes aflorará aquella indisciplina urbanística que las elites modernistas querían socavar a toda costa. Es precisamente en estas calles sucias, donde surgirá la belleza portuaria, calles habitadas por putas decadentes, viejos lascivos, borrachos llenos de licor, poetas malditos como Juan Rivas, turistas esnobs como la gringa Nelly, hombres que vienen y van como los amigos del Club, y hombres que siempre permanecen como Elías Madrid. Éste último posee una peculiar e íntima relación con Valparaíso, pues al igual que éste carece de fundación –ya que no conocemos nada de la infancia del bolsita–, el mismo no sabe cuál es el lazo que une su pasado con su presente, pero pese a todo, los demás siempre recurren a él para contarle sus problemas o secretos. Castro, Velazco y Miranda –con sus respectivos amores–, transitarán por las callejuelas de Valparaíso, pero el único que llegará realmente a habitar la ciudad será Elías Madrid, solamente él permanece en el puerto tras la desfragmentación del Club, él será la gran ánima portuaria.

Los integrantes del Club de los Fumadores de Pipa, buscarán en el grito de la calle aquellos fantasmas urbanos que conformaban la ciudad, fantasmas que pueden encontrar camuflados en el desenfreno de la bohemia nocturna, o en lugares tan disímiles como la pensión de doña Lastenia Gil. Aquella pensión ubicada en Av. Francia es precisamente lo que nuestros perdidos muchachos buscan; un lugar lleno de desorden, de exotismo, de prototipos peculiares como Sonia o don Blas Portezuelo, el inventor de la ‘jirafa frutícola’. Por ello se explica la fascinación que Fernando, el mayor detractor de la modernización de Valparaíso, por quedarse a almorzar en la pensión cuando aquello les es ofrecido, por nada del mundo quiere perderse aquel microcosmos que en su cotidianidad representa aquella pensión del Valparaíso perdido, aquel mundo maravilloso que él busca con tanto ahínco. Fernando es un gran observador del puerto, pudiendo notar cuándo se presentan dichos espectáculos propios del Valparaíso que se pretende enterrar, como también le ocurre en su encuentro con Morel, quien narra desde aquella óptica perdida el terremoto de 1906 que azotó al puerto:

La tierra había temblado como la piel que el caballo sacude para espantar las moscas; los bajos fondos del puerto habían vaciado sus hombres de presa, que robaban y asesinaban mientras los edificios caían pulverizados. En el medio del caos y la desesperación […] entre el estrépito de los muros derrumbados y los alaridos de las víctimas se oían las descargas de fusilería […] Cuando Fernando se separó del pintor y se encaminó a su casa, vio las calles bajo una nueva luz y le pareció que las recorría por primera vez (Reyes, 38).

A través de la conversación con el acuarelista que admira, Castro puede divisar al puerto con aquel terror de un habitante de principios del siglo XX, puede casi oler aquel desastre que el sismo dejó, aquel desorden absoluto. Luego de la descripción prolija de un hombre que ha vivenciado el puerto como aquel recoveco lleno de polvo y cenizas, Castro es capaz de observar las luminarias y las calles sin ver la pulcritud que abomina, pues la intercambia por los gritos de espanto, por los derrumbes abundantes, por el caos general en que una vez Valparaíso estuvo completamente sumido a toda hora del día.

Marshall Berman referirá con nostalgia, las palabras con que Le Corbusier recuerda su adolescencia, al decir éste: “Pienso en mi juventud como estudiante hace veinte años: entonces la calle nos pertenecía; cantábamos en ella, discutíamos en ella, mientras el autobús tirado por caballos pasaba suavemente junto a nosotros” (166). Berman enfatiza la tristeza y nostalgia con que se vislumbra para Le Corbusier, un mundo que parecía estar abierto para los hombres, siendo la calle suya para moverse de lado a lado, el arquitecto llegará radicalmente a plantear, tras esto; que sin calles, no hay pueblo. Debido a ello, se propone inventar un nuevo tipo de calle: el tráfico, ahora el hombre debe sobrevivir a una maraña de coches que se avecinan sobre él, y que le permiten desplazarse por estas nuevas fachadas de cemento que constituyen su ciudad. Tal como lo harán los personajes de Valparaíso…, quienes en la última fiesta recorrerán frenéticamente en la noche el puerto en auto, será éste el encargado de transportarlos para poder ver las ‘cosas raras’, como bien dice Nelly, representante norteamericana del orden geométrico perfecto que se comienza a dar en esa misma época de fines de los 50’ en su natal EE.UU., de ahí es comprensible que se defina como una amante de las cosas insólitas que aparecen en el puerto por la noche. Es curioso que para llegar a lo que buscan, a aquel caos que aún sobrevive en ciertos resquicios del puerto, deban hacerlo a través de un vehículo propiamente modernista, como lo es el automóvil. Además, alguno de los personajes, muestran ciertas actitudes que el modernismo propone, con el mismo afán que éste quiere borrar los desvíos de la ciudad, como los travestis que son aborrecidos con violencia por Velazco, el que actúa cual especie de purgador modernista de la pulcra ciudad que este movimiento espera edificar. Vemos como, por mucho que los personajes quieran, les es imposible habitar plenamente la ciudad portuaria, puesto que aunque anhelen aquel ‘Valparaíso pintoresco’, la modernidad ya los ha calado en parte, comportándose en ciertos aspectos como defensores de la misma, tal como hace Velazco en su furioso encuentro con Violeta y la Ninfa-Monja.

He aquí, entonces, el drama del hombre moderno, y de los participantes de esta novela, su imposibilidad de vivir de forma real y constante en la ciudad que añoran, pues se comportan a la manera de un modernista que intenta negarse a sí mismo en el desprecio por estas nuevas urbes simétricas, pero que finalmente en la búsqueda de los destruidos espacios urbanos de la misma, se rebelan los preceptos modernistas implícitos en su accionar. Se vive así, en un engaño, ya que negar el asfalto no es suficiente para encontrarse realmente habitando la calle. “Gradualmente la vida en la calle se reduce, pero nunca se detiene. Esta celebración de la vitalidad, la diversidad y plenitud de la vida urbana es de hecho uno de los temas más antiguos de la cultura moderna” (Berman, 332).

Pareciera que el único consuelo posible frente al avance de la máquina moderna es el recuerdo, la nostalgia:

[Castro] El carácter de las ciudades se pierda cada día y en ellas los hombres van tomando una uniformidad desesperante. Visten lo mismo, hablan lo mismo, piensan lo mismo. ¡Valparaíso!... Yo me acuerdo de las calles del viejo puerto […] ¡Qué pintoresca eran! Las prostitutas estaban a las puertas, medio desnudas, llamando a los transeúntes; la gente iba y venía llena de animación. Se veían tipos de toda clase […] ¡Había sabor humano en la atmósfera, vida, vida suelta y maravillosa! (Reyes, 67).

El modernismo urbanista, irónica y tristemente, terminó en su triunfo por destruir la misma vida urbana que esperaba liberar, homogeneizando las ciudades y volviendo la experiencia de la ciudad como una situación que sólo se da en la colectividad, la identidad del individuo poco a poco va difuminándose. Berman hace un llamado desesperado por no dejar morir a la ciudad frente a nuestros ojos, “debemos esforzarnos por mantener con vida este ‘viejo’ ambiente, ya que sólo él es capaz de nutrir las experiencias y los valores modernos: la libertad de la ciudad, el orden que existe en estado de cambio y movimiento” (334). Mas, por mucho que Berman o nosotros no lo queramos, los cuchillos de la modernidad han alcanzado tanto a las urbes como a sus pobladores. Los cuales transitan cual vaivén interminable por las callejas de la ciudad, sin situarse en la misma, sin poder encontrar por más que se intente, un hogar dentro del espíritu modernista.

De esta manera Valparaíso…, no sólo surge como una obra que denota parte del pesimismo que el modernismo trae para aquellos que pretender un habitar poético –debido a la incapacidad del hombre de salvaguardar ese grito de la calle que aún se atisba–, sino que además se revela como un texto, en cierta medida, profético, pues vaticina lo que será el salto del modernismo hacia el posmodernismo. “Podemos observar esta insensible colonización del presente por las modas de la nostalgia” (Jameson, 49), se juega a querer que las cosas vuelvan a ser como fueron antes, pero aquello sencillamente no es posible. Elías sabe que el Club ha terminado, sabe que después de que Dora de la vuelta en la esquina, en su último encuentro, no la verá más, ocurrirá “la pérdida de nuestra posibilidad vital de experimentar la historia de un modo activo […] únicamente para demostrar, la totalidad de una situación en la que somos cada vez menos capaces de modelar representaciones de nuestra propia experiencia presente” (Jameson, 58). No es Valparaíso…, una simple representación del auge y ocaso del puerto en la figura del Club de los Fumadores de Pipa, más bien con la ruptura del Club y separación de sus amigos se manifiesta la muerte simbólica de los supervivientes del antiguo Valparaíso y habitantes de su nuevo quehacer modernista. Reyes se adelante con maestría, y mucha sutileza a la transición hacia el posmodernismo que las ciudades sufrirán, es así como la novela se planteará como una representante del modernismo y un antecedente del posmodernismo ulterior. Como bien explica Jameson, los supervivientes ya no podrán el curso de la corriente que los rodea, condenados a caminar con una insensatez casi ciega (99). Finalmente, el único sobreviviente es Elías Madrid, el que al igual que Valparaíso, se mantendrán totalmente ajenos a los cambios que de ahora en adelante la ciudad experimente, pese a que pretendan acoger los gritos agónicos de un puerto que se repleta de granito y asfalto, los intentos serán en vano, pues el hombre, tal como Elías, ya no será consciente de su propia noción presente. Será de paso, Madrid, el único que logre habitar poéticamente, pues él es y será la misma nostalgia que sus amigos buscan y que tanto el puerto como el afán posmodernista representan. Mas, paradójicamente pese a los cambios, todo parecerá seguir igual, pasará el tiempo ocurrirán las cosas, pero él se mantendrá impertérrito, continuará sólo, y seguirá ahí, cambiando sin constatarlo, como el puerto de Valparaíso, que un día como sin querer nació allí sencillamente.


Bibliografía

• Berman, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Trad. Andrea Morales Vidal. México: Siglo XXI, 2004.
• Heidegger, Martin. “Poéticamente habita el hombre” en Conferencias y artículos. Barcelona: Serbal, 1994.
• Jameson, Frederic. El posmodernismo o la lógica del capitalismo avanzado. Trad. Pardo Torio. Buenos Aires: Paidós, 2005.
• Reyes, Salvador. Valparaíso, puerto de nostalgia. Santiago: Zig-Zag, 1995.

wunian dijo...

Muy buen artículo, con una prosa dinámica y conexiones muy pertinentes. Las citas están escogidas muy apropósito y reflejan la escencia de valparaíso, Puerto de nostalgia. Me gusto mucho este artículo!

Deja aqui tu comentario